martes, 12 de marzo de 2013

EL CANÓDROMO DIAGONAL

En verano, cuando acabábamos el colegio, mi abuelo paterno venía a buscarme a casa algunas tardes para llevarme a pasear. El "avi Felip" era un hombre taciturno, cargado de misterios e incertidumbres. Para empezar, todo el mundo le conocía como Felip cuando en realidad se llamaba Joan, y ahí empezaba su leyenda: durante la guerra, usurpó la identidad de un cuñado para evitar ir la frente, y de la noche a la mañana pasó de un nombre al otro hasta que nadie recordó el original. Parece que la estrategia no le funcionó del todo bien, porque siempre recuerdo que repetía un número en inglés que correspondía su número de prisionero cuando estuvo en el campo de concentración. No he llegado a averiguar en qué campo francés estuvo ni cómo volvió de allí, porque la familia de mi padre siempre ha sido de pocas explicaciones y aquel tema era algo que no se hablaba más que en voz baja cuando nadie escuchaba.

No sé si de aquella época o de cuando hizo el servicio militar, mi abuelo tenía un tatuaje en el antebrazo de muy mala calidad que representaba a una mujer desnuda. Cuando llevada por la curiosidad infantil le preguntaba por el dibujo, él siempre respondía lo mismo: "Això no es mira" ("Esto no se mira", ¡Como si fuera tan fàcil!) y a mi me seguía atrapando aquella imagen de tinta tan horrorosa que si no hubiera sido por el obscurantismo de mi abuelo no hubiera ocupado ni un segundo más de mis pensamientos.

Como decía, el "avi Felip" me venía a buscar a casa algunas tardes de verano con su boina negra protegiendo la incipiente calva, y me llevaba a pasear. Sólo en el momento en que me veía soltaba las manos entrelazadas en la espalda, y me preguntaba a dónde quería ir. En realidad se trataba de una pregunta retórica, porque él sabía de sobras que mi respuesta iba a ser siempre la misma, pero siempre acabábamos haciendo lo que él quería: mi destinación favorita era el canódromo Diagonal, en la Zona Universitaria, para poder ver cómo corrían los galgos tras la liebre de trapo. Ahora siento mucha vergüenza de reconocerlo, porque entiendo que se trataba de un espectáculo deplorable, pero en aquel momento para mí era la excursión compartida con mi abuelo más maravillosa que podía hacer una calurosa tarde de verano de Barcelona.

Si tenía suerte y mi abuelo estaba de acuerdo, nos dirigíamos a nuestro destino cogidos de la mano, mi abuelo siempre callado mirando al suelo (siempre se encontraba algo por la calle, gracias a esa perspectiva) y yo disfrutando del olor de su agua de colonia, atrapada en su mano rasposa agradeciendo cada uno de los pasos que dábamos juntos. Al llegar al canódromo me compraba una Fanta de naranja y se sentaba junto a mí en la grada, a la espera de la primera carrera. Cuando salían los galgos, me decía que me fijara atentamente en el perro que tuviera las patas más largas, porque ese iba a ser el ganador, y una vez habíamos consensuado quién creíamos que era el favorito, nos íbamos a la cola de las apuestas a sacar el boleto con nuestros vaticinios. Me parece que sólo una vez ganamos algo, pero eso no era lo importante. Lo importante es que aquel hombre callado y de pasado sombrío contaba conmigo para compartir algunas tardes de mi niñez, y aunque nunca hablábamos demasiado, nuestro lazo invisible nos permitía estar conectados por una especie de corriente mágica de cariño. Cuando me cansaba de mirar los perros correr tras la liebre de mentira me llevaba al "pinball" y jugaba algunas partidas hasta que me cansaba y me llevaba a casa de nuevo.

Algunas veces, a la altura de la Diagonal, cuando ya casi llegábamos a María Cristina, mi abuelo me decía con voz muy bajita: "Tira endavant tu soleta i ara t'agafo" ("adelántate un poco y ahora te alcanzo"). Obediente como yo era, empezaba a andar muy despacio mirando atrás sin parar por miedo a perderle de vista y muy intrigada por lo que fuera a hacer mi abuelo. Entonces él sacaba una bolsa de plástico del bolsillo de su americana, se agachaba ante cualquier parterre con flores, robaba impunemente uno de los geranios que había plantado el ayuntamiento (o petunia, o begonia, ...) lo metía en la bolsa y me alcanzaba con el botín ya camuflado.

Al llegar a casa mi abuelo le daba la bolsa a mi madre como obsequio, porque sabía que a ella siempre le han gustado mucho las plantas, mi madre le regañaba un poco por la travesura y los dos sonreían con complicidad cuando ella acababa aceptando el regalo. Entonces sacaba del bolsillo su monedero, donde siempre hubo un billete de 1000 pesetas de los de los reyes católicos muy bien doblado y que nunca en mi presencia cambió ni gastó, rebuscaba una moneda de cinco duros y me la alargaba con cariño mientras me decía "Té, perque et compris un mantecao". Aquello significaba no uno, si no muchos helados de la época, que seguro que rondaban el duro, y si no fuera porque nunca me han emocionado demasiado los helados y porque a los dos minutos ya no sabía donde estaba la moneda, me hubiera sentido la niña más afortunada del mundo. Sin embargo, yo tenía suficiente con acercarme para darle un beso en su recién afeitada mejilla que todavía olía a "Heno de Pravia" y oirle decir muy bajito que, como me había portado bien, me volvería a llevar consigo a ver los perros correr detrás de un trozo de trapo.

Fuente imagen 1: http://www.elmundo.es
Fuente imagen 2: http://marketingdenostalgia.blogspot.com.es

2 comentarios:

  1. conoci el canodromo diagonal durante muchos años perdi algun dinero en elypase muy buenos ratos alli.he leido tu historia y me ha parecido preciosa ENHORABUENA SALUDOS

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    1. Gracias, Francisco. Para mí es uno de los lugares más entrañables de la infancia.

      Un abrazo y gracias por el cumplido

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